martes, 10 de febrero de 2009

Pequeñeces (i)

Hace una semana, nuestro ordenador empezó a tener achaques: pantallas azules de la muerte, comportamiento aleatorio, etc. Después de investigar durante toda la semana, reinstalar el sistema operativo, ver que seguía fallando, y desesperarme un poco, intentarlo de nuevo, que si quieres arroz catalina, nos dimos cuenta que era un fallo en uno de los módulos de memoria. Así que lo sustituimos por uno nuevo y aquí volvemos a estar, después de una semana sin ordenador.

Pasado todo el fregao, pensaba yo que es curioso como algo tan pequeño como uno de los chips de memoria de un módulo (no más grande que la uña del dedo pulgar) puede tener un impacto tan grande sobre nuestra vida diaria (porque, no nos engañemos, sin ordenador e internete no somos nada).

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Siempre me han fascinado cosas aparentemente pequeñas o hechos insignificantes que, sin embargo, tienen el potencial de cambiar nuestras vidas para siempre, o dirigir la evolución de nuestra sociedad hacia derroteros insospechados.

A principios del otoño de 1872, algunos caballos de la provincia de Ontario, en Canadá, comenzaron a mostrar signos de debilidad: apenas si podían mantenerse en pie, tosían violentamente y no tenían fuerza para arrastrar ningún tipo de carga. Fue el comienzo de la gripe equina de 1872, que se extendió rápidamente por toda la mitad este norteamericana. El Gran Incendio de Boston, en el mismo año, fue tan devastador porque todos los caballos del departamento de bomberos estaban enfermos.

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Esta epidemia fue una de las causas principales del llamado Pánico de 1873, que marcó el inicio de la Larga Depresión, que duraría hasta 1879. Con prácticamente el 100% de los caballos enfermos, la economía sufrió un parón difícil de imaginar: los ferrocarriles dejaron de funcionar, puesto que no había forma de hacer llegar el carbón a las locomotoras. La epidemia forzó a los hombres a arrastrar vagones a mano, los tranvías se detuvieron y los suministros básicos no podían llegar a las ciudades.

Unos años antes, en 1863, uno de los muchos barcos que realizaban la ruta transatlántica trajo un inadvertido polizón en el viaje de vuelta a Europa. La filoxera iniciaba así su extensión por el Viejo Continente, destruyendo a su paso todos los viñedos de Vitis vinifera. En 1877 cruzan por primera vez los Pirineos y llegan a las regiones vinícolas de Cataluña.

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Los agricultores de la vid en Cataluña disfrutaban de los denominados contratos de rabassa morta, es decir, un agricultor tenía derecho a cultivar las tierras mientras las viñas estuvieran vivas. Como las plantas europeas duraban unos 70 años, este contrato se alargaba durante toda la vida del agricultor. Para luchar contra la filoxera, se realizaron injertos de cepas europeas en troncos americanos, naturalmente resistentes al parásito. Estas nuevas plantas tenían una vida mucho más corta, unos 20 años, lo cual dejaba a los agricultores jóvenes sin tierras ni trabajo, prácticamente a la merced de los patrones, que podían alargar o no los contratos agrarios de forma arbitraria.

Los rabassaires catalanes sufrieron un gran descontento y, organizados en sindicatos como la Unió de Rabassaires, fueron uno de los muchos factores que contribuyeron a la victoria electoral del Frente Popular en 1936. Todos sabemos lo que vino después.

A pesar que podemos estar tentados de ver en el virus de la gripe o en la filoxera a los malos de la película, a los causantes directos de tanto sufrimiento, en realidad las tragedias humanas suelen estar causadas por los propios humanos, por nuestras estructuras sociales arcaicas, por nuestra avaricia o por nuestra mezquindad.

(continuará...)

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