lunes, 28 de enero de 2008

Lost & found

3500 negativos de la serie de fotografías de Robert Capa sobre la Guerra Civil han sido encontrados en México. Después de haberse dado por perdidos durante más de 70 años, podremos acabar sabiendo algo más de algunas de sus fotografías más famosas.

Robert Capa, nacido en Budapest en 1913 como Endre Ernő Friedmann, fue uno de los más grandes fotógrafos del siglo XX. La más famosa de sus fotografías es probablemente "Spanish Loyalist", tomada cerca de Cerro Muriano, en Córdoba, y que ilustra la muerte de un miliciano anarquista bajo el fuego de las ametralladoras nacionales.



La proximidad al sujeto, la exposición perfecta, la captura del momento, el ángulo... todo ello suscitó dudas sobre la autenticidad de la toma. Se dijo que Capa podría haber simulado la caída del soldado para realizar la foto. Hasta 1995, en que Mario Brotóns Jordà, alcoyano que también luchó en Cerro Muriano con la República, publicó sus memorias sobre la Guerra Civil.

Brotóns reconoció las cartucheras del miliciano de la fotografía, y en especial el diseño y el trabajo del cuero, como provenientes de Alcoy. Basándose en otros estudios que databan la fotografía de Capa el 5 de septiembre de 1936, Brotóns descubrió que un único anarquista de Alcoy constaba como muerto en esa fecha en los archivos: Federico Borrell García. Brotóns encontró a un hermano suyo que fue capaz de identificar a Federico en la fotografía. Así pues, el miliciano de Capa cayó verdaderamente en combate.

Quién sabe qué van a contarnos estos recién encontrados negativos sobre las circunstancias, sobre la gente, sobre los sueños y sobre las pesadillas de una generación entera. Capa dijo una vez que si tus fotos no son buenas es porque no estabas suficientemente cerca. No sólo se refería a la proximidad física sino también a la proximidad emocional con los sujetos retratados necesaria para realizar una buena fotografía.

Pero hay otra cita de Robert Capa que me gusta mucho. Dijo una vez, en una entrevista con el World Telegram: "No se necesita trampa alguna para fotografiar en España. No es necesario hacer posar a los sujetos. Las fotografías están ahí, tú sólo tienes que disparar."

domingo, 20 de enero de 2008

Sirenas de destrucción

Cada sábado, a las 12 en punto del mediodía, hacen sonar las alarmas de la ciudad de Salzburgo (y, por lo visto, las de cada pueblo y ciudad en Austria) como prueba durante medio minuto. Su sonido, largo y estridente, siempre me ha recordado a las alarmas antiaéreas. De hecho, podría bien ser que sean las antiguas alarmas de la Segunda Guerra Mundial, reaprovechadas como sirenas...

Salzburgo sobrevivió el final de la Segunda Guerra Mundial relativamente bien. Su posición geográfica, muy alejada de las fronteras del Deutsches Reich de entonces, la mantuvieron fuera del alcance de los bombarderos aliados hasta la muerte de Mussolini. Su poca importancia estratégica, en comparación con otras ciudades más industriales como Hallein, Linz o Graz, permitió que fuera más o menos ignorada incluso cuando los Aliados ya dispusieron de capacidad operativa desde Italia.

Los bombardeos aéreos sobre Salzburgo (un total de 15) comenzaron en octubre de 1944. La gente tenía que correr a refugiarse bajo las montañas, Kapuzinerberg y Festungsberg, en los refugios excavados en la roca. La Hexenturm (torre de las brujas), parte de antiguas defensas militares, no muy lejos del actual Schrannenmarkt, fue literalmente borrada del mapa. Uno de los depósitos de agua de la ciudad, en la Mönchsberg, también fue destruido, uniendo así la inundación al caos existente. Una bomba incluso entró en la catedral barroca, perforando la cúpula, pero no llegó a estallar. Se dice que la Virgen hizo un milagro...



Yo supe de los bombardeos sobre Salzburgo por primera vez en un libro que cacé hace un tiempo, una autobiografía del escritor Thomas Bernhard, que pasó su infancia en Salzburgo durante la Segunda Guerra Mundial.

Por suerte, nunca me he tenido que encontrar en medio de un bombardeo, y no tengo ni idea de cómo actuaría. Creo que el miedo me paralizaría por completo, pero espero no descubrirlo jamás. Lo que sí sé es que lo único que queda al final es destrucción, silencio, vacío. Pero nosotros los humanos no parece que aprendamos la lección.



La famosa vista de Dresde desde la torre del ayuntamiento me viene a la cabeza. O la quietud fantasmal del pueblo viejo de Belchite, destruido por las tropas nacionales durante la Guerra Civil y mantenido tal y como quedó como tributo y también como advertencia.

Espero no saber nunca qué se siente al caminar entre las ruinas de tu ciudad después de ser destruida. Pero me imagino que el corazón se debe encoger de forma parecida que al caminar por un bosque después de un incendio forestal. Es una imagen que jamás podré olvidar. Fue en Vespella, cerca de Tarragona. Había subido en bici hasta la cima de la colina, y al otro lado, hasta donde me alcanzaba la vista, no había más que desolación y paisaje lunar. Cadáveres de árboles, ennegrecidos y torturados. Cenizas. El olor a madera quemada. El silencio sobrenatural. Destrucción. El vacío más absoluto.

viernes, 4 de enero de 2008

Las Noches Muertas

El posadero limpiaba las jarras de cerveza mientras observaba la noche oscura a través de la ventana del fondo. Fuera, la tormenta de nieve no parecía tener intenciones de amainar.

La puerta se abrió de repente, y el viento y la nieve penetraron aullando en la sala. La luz de las antorchas vaciló por unos instantes para iluminar a un monstruo alto, peludo y con cuernos que irrumpió en el comedor.

- ¿Ya estáis aquí? -preguntó el posadero-. No os asustáis ante nada, ¿verdad?

Un forastero, embozado en una capa, levantó la mirada desde su oscuro rincón al lado del hogar.

El monstruo, que caminaba sobre dos patas y llevaba en sus garras una larga vara de saúco, gruñó afirmativamente mientras se sacudía la nieve del pelaje.

- No, no podemos dejar que el mal tiempo interrumpa nuestra tarea -dijo el monstruo mientras se llevaba las garras a la nuca.- No hay excusa para no cumplir durante las Doce Noches.

El monstruo levantó con pesadez la cornuda máscara y dejó aparecer la cabeza de un joven. Tendría unos dieciocho años y era alto y fornido. El forastero dio una larga calada a su pipa mientras el joven dejaba la espantosa máscara sobre una mesa y el posadero le servía una pinta.

- Yo también llevaba una máscara así cuando era más joven -dijo el forastero, quitándose la capucha de su capa. La tenue luz del hogar iluminó la cara de un anciano de pelo cano y barba gris, cuyos ojos brillaban de forma un tanto extraña. El joven se acercó al anciano con curiosidad.



- Hace muchos, muchos años yo era uno de los Schiachpercht más conocidos en mi comarca. Yo tampoco me hubiera dejado arredrar por una ventisca como la de hoy. -El anciano tenía una voz muy profunda, como si surgiera de las mismas entrañas de la tierra.- Espantar a los malos espíritus que rondan durante las Noches Muertas es una tarea demasiado importante.

- ¿Noches Muertas? ¿Os referís a las Doce Noches? -preguntó el joven.

- Claro -respondió el anciano incorporándose- las doce noches (y once días) de diferencia entre los doce meses lunares y el año solar. Las noches en las que la diosa Berchta recorre las montañas, en las que la oscuridad lo cubre todo, en las que la frontera entre lo vivo y lo muerto se hace tan tenue que apenas si puede decirse la diferencia. Es justamente por eso que debíamos disfrazarnos con máscaras horripilantes para ahuyentar a los espíritus malignos, pues es en estas noches cuando campan por sus anchas por los pueblos.

- Sí -afirmó el joven con orgullo- y yo soy el Schiachpercht que siempre persigue a los espíritus más lejos, hasta las profundidades del bosque si es necesario. Yo soy el único. Los demás son demasiado cobardes.

El posadero puso los ojos en blanco, acostumbrado a las fanfarronadas del joven.

- La frontera entre la valentía y la estulticia suele ser difícil de trazar -replicó el anciano con una sonrisa indefinible.- Hay que respetar al bosque. No todo lo que ahí se esconde resulta tan fácil de ahuyentar, ni siquiera con una máscara como la tuya.

El anciano cerró los ojos y dio una larga calada a su pipa. El joven guardó silencio mientras el anciano comenzaba a relatar su historia.

- En la comarca de donde yo provengo se cuenta la historia de un Schiachpercht que, como tú o como yo, siempre salía con su máscara durante las Noches Muertas. Él tampoco tenía miedo de adentrarse en los bosques para ahuyentar a los malos espíritus.

El anciano respiró hondo antes de proseguir su relato.

- Se dice que una noche de ventisca, el joven se adentró sólo en el bosque hasta llegar a un lago de aguas oscuras del que jamás había oído hablar. Una vez ahí, se vio rodeado por fuegos fatuos del bosque que, con sus gritos, despertaron a algo realmente maligno que dormía en las profundidades. Para salvar su vida, el joven selló un pacto por el que se convirtió en un licántropo, un hombre-lobo.



- ¡Yo no creo en hombres-lobo! -dijo el joven con una risotada. El anciano lo miró con ojos de fuego, irritado por la interrupción.

- Las gentes del pueblo, preocupadas por la desaparición del joven, partieron en su busca. A la segunda noche, dieron con la máscara del joven, destrozada y cubierta de sangre. Al regresar hacia el pueblo con la máscara, esa misma partida fue atacada por una criatura de la noche, de cuyas fauces tan sólo pudo escapar un pobre diablo que, malherido, logró llegar hasta el pueblo. Antes de morir, describió un horror que caminaba sobre dos patas como un humano pero que tomó la forma de un lobo al atacar al grupo. Esa criatura, según explicó el hombre en su último suspiro, vestía las ropas del joven desaparecido antes de perder la forma humana para atacarlos.

- Es una bonita historia para asustar a los niños junto al fuego, pero los hombres-lobo no existen -insistió el joven.

- El gran triunfo del Maligno es hacernos dudar de su existencia -replicó el anciano.

- Tonterías -respondió el joven apurando su cerveza.- Aún tengo mucho que hacer este noche. Ha sido agradable conoceros pero no puedo quedarme más tiempo escuchando vuestras historias. El bosque me espera -dijo el joven mientras lanzaba una moneda sobre la barra y volvía a colocarse su máscara.

- Buena caza, joven Schiachpercht -dijo el anciano con una sonrisa.

- Lo mismo os digo, forastero -replicó el joven con la voz distorsionada por la máscara.

Un viento helado volvió a atravesar la sala cuando el joven salió. La nieve había dejado de caer. El anciano se quedó sentado un rato junto al fuego, y al terminar su pinta, se embozó en su capa, se despidió del posadero y salió al exterior.

El posadero sacudió la cabeza y siguió limpiando las jarras de cerveza. Cuando levantó la vista, se dio cuenta que el anciano había olvidado su pipa sobre la mesa. Con un suspiro, fue a recogerla y salió al exterior para ver si aún lo alcanzaba.

Sobre la nieve recién caída yacía la capa del anciano, iluminada por un rayo de la luna llena, que asomó unos instantes entre las nubes. El posadero, incrédulo, miró en derredor y creyó adivinar la oscura silueta de un lobo que se perdía en la oscuridad en dirección al bosque.