sábado, 15 de mayo de 2010

Chianti

domingo, 9 de mayo de 2010

Der Garten an der Salzach

Si pasas por la parada de autobús de Ferdinand-Hanusch-Platz tal vez puedas verlos ahí, sentados en los cuatro asientos metálicos que son su territorio exclusivo. O quizás los veas entrando en el supermercado de la acera de enfrente, para gastarse las pocas monedas que han conseguido Dios sabe dónde. Su compra suele limitarse, desgraciadamente, a latas de cerveza, la primera de las cuales abrirán sin excepción antes de cruzar el primero de los dos semáforos que tienen que cruzar para volver a la parada del autobús.

Ahí están casi siempre, a veces silenciosos y melancólicos, en ocasiones ruidosos y vociferantes, pero siempre mudos testigos del otro lado, del lado oscuro de la sociedad, que cada día nos recuerdan aquello que bien pudiera ocurrirle a cualquiera de nosotros, en uno de esos reveses que la vida, siempre generosa en sorpresas, nos depara. Un destino cada vez más común y ante el cual tendemos a mirar hacia otro lado, o peor aún, a echarles la culpa de su infortunio a ellos, que son el eslabón más débil de una sociedad de la cual todos formamos parte y de cuyo buen funcionamiento, al fin y al cabo, todos tenemos que rendir cuentas.

Herr G es uno de ellos. Su día consiste en dejar pasar las horas entre la parada de autobús y los veinte metros y dos semáforos que la separan del supermercado, hacer valer su derecho a uno de los cuatro asientos metálicos y observar con mirada extraviada a los transeúntes o a la gente que espera nerviosa a su autobús. Por las mañanas se lo puede ver a la otra orilla del río, empujando un viejo y oxidado carrito de la compra en el que amontona todas sus pertenencias, y del que raramente se separa más de unos metros. Con cuidado, silenciosamente, cuando la ciudad aún se está despertando, Herr G aparca su carrito en un recodo del paso de bicicletas bajo el puente y, si el tiempo acompaña, se sienta en uno de los bancos cercanos que, en definitiva, son lo más parecido a un hogar que tiene.

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Porque Herr G sabe que todo hogar que se precie tiene que tener un jardín, y por eso ha adoptado dos pequeños parterres enfrente de los bancos para plantar algunas flores, distribuir piedrecitas en figuras geométricas, alinear piñas, alojar un par de enanitos de jardín e incluso plantar un molinillo de viento. Herr G se sienta en su banco y observa los alegres colores del molinillo al girar y sonríe para sus adentros antes de levantarse e ir a pasar la mañana a la parada de autobús de Ferdinand-Hanusch-Platz.

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Más tarde, Herr G se sentará de nuevo en su banco y dejará que el sol de mediodía caliente sus viejos huesos, sin perder detalle de las evoluciones de dos adolescentes en sus bicicletas, preparado para echarlos a voces en caso que se acerquen demasiado a su jardín. Luego, Herr G cerrará los ojos de nuevo y echará una cabezada.

herr gaertner